Soy canario y me siento canario, pero el Día de Canarias y buena parte de lo que rodea a este paripé me generan arcadas. Bajo el yugo del nacionalismo rancio que maneja con mano de hierro el Archipiélago desde hace décadas, cada vez cobra más peso esa canariedad vacua que nos inunda y que se dispara cada 30 de mayo.
Ser y sentirse canario no es disfrazarse (se visten los que de verdad lo sienten, como la de la imagen) con un traje típico. Ni hacer lo mismo con los niños en las escuelas. Tampoco se adquiere esta identidad por atiborrarse de gofio y papas arrugadas –auténticos manjares que adoro, por cierto– o por saberse de memoria los grandes éxitos del folclore de las Islas. Una cosa es conocer, respetar y revivir las tradiciones. Algo que no solo respeto, sino que reivindico. Otra cosa es tergiversar las mismas para fomentar que la sociedad se quede anclada y priorice lo que no vale un pimiento.
Entonces, se preguntará, con razón, ¿qué es ser canario y sentirse canario? La respuesta es muy simple. Consiste en ser uno mismo y no lo que algunos malintencionados nos hacen creer y nos imponen. Tener conciencia de quién se es y dónde se está, para así no caer en la tentación de creerse superior o inferior al resto. Entre otras cosas, porque formamos parte del resto. Los canarios somos canarios, en la misma medida que los esquimales son esquimales y los escoceses son escoceses y no irlandeses. Todos tenemos nuestras tradiciones, sentimientos y costumbres. También tenemos piernas, brazos, amigos y enemigos.
Que cada comunidad autónoma celebre su día está bien. Que se lleve al límite, que se despilfarre el dinero público para dar de comer a los amiguetes con actos populistas es otra cosa muy distinta. Hasta tal punto que lo que mejor lo define es una palabra muy canaria: machangadas.
Victoriano Suárez Álamo
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