Tanto, que ya aparece como un lugar común el mero ocuparse de dejar constancia de que en efecto la situación es la que es. Empero, desde mi condición de docente, así pues, parte interesada en el asunto y en la controversia del mismo derivada, quiero compartir con los lectores unas reflexiones, acaso no especialmente originales, novedosas -¿tal vez porque todo o casi todo en este particular esté ya detectado, descubierto, debatido y más que debatido?-, sólo que confío en que siquiera sí más subjetivas que partidistas.
En algún lugar de La rebelión de las masas, José Ortega y Gasset sostiene una afirmación que es, a juicio de quien estas líneas escribe –de siempre más inclinado a la “filosofía literaria” de Miguel de Unamuno y a la “filosofía exigentemente sistemática” de X. Zubiri que al pensamiento orteguiano-, una palmaria obviedad. Afirma el gran filósofo español, fustigador de periodistas pero a su vez él mismo muy periodístico (de hecho, buena parte de su obra filosófica incluso vio la luz en la prensa, circunstancia que para algunos críticos desdiría no poco el relieve de su pensamiento filosófico), que toda sociedad en la cual una mayoría de sus miembros se empeñase en la exigencia de toda clase de derechos en perjuicio de la atención debida a los deberes, caminaría hacia su ocaso, hacia una suerte de descomposición a la vez orgánica y moral.
Exactamente lo que está ocurriendo en muchos sectores de nuestra sociedad, casi un siglo después del diagnóstico-pronóstico de Ortega. Lo que está ocurriendo en el aula: los alumnos de Secundaria son tan adolescentes como desde siempre han vivido sus respectivas etapas adolescentes todas las generaciones humanas que el mundo ha conocido, durante cientos y cientos de años. De acuerdo. Pero en la actualidad, aparte de adolescentes, inevitablemente adolescentes, nuestras generaciones parecen empeñadas en presentar una especie de hipertrofia: el polo cerebral, digámoslo así, reservado a la asunción de los deberes, muy débil, muy frágil, muy adelgazado; pero el polo reservado a los derechos, ah Dios, ese sí que aparece muy rollizo, muy lozano.
Por eso pruebe usted mismo a llamarle la atención a un alumno adolescente típico o prototípico, por causa de la comisión de un falta meridianamente reprobable: cada vez parece que será más frecuente tropezarse con la incomprensión; no raramente, con actitudes retadoras, radicalmente desafiantes; excepcionalmente, si bien cada vez menos excepcionalmente, con conatos de agresión, agresiones en toda regla y con insultos no es raro que increíblemente soeces y desafiantes.
Porque claro, ellos, los alumnos, “tienen sus derechos”. Incluso a menudo sí que parece que se los conocen al dedillo. Y uno de los que más parecen tener presente es el derecho que tienen, que creen tener, a que no se les pueda rozar ni un pelo: al profesor o profesora que osaren –empleo adrede la forma arcaica del futuro de subjuntivo- tocarle un pelillo a uno de esos a menudo endiablados alumnos de los primeros cursos de la ESO… Por eso lo que primero que te espetan casi todos es un “Ni te atrevas, ni se atreva, porque entonces te denuncio, le denuncio”.
Así las cosas, no faltan autores de nuestros días que denominan esta situación como eclipse de la responsabilidad y el deber. Sin duda, directamente relacionada con la era del vacío propia de la postmodernidad según diagnóstico y estudio de G. Lipovetski. O lo que es lo mismo: bien entendidos, son espléndidamente humanizadores los derechos; mal entendidos, exigidos y peor administrados o gobernados, los derechos se nos pueden escapar de las manos. Y pueden volverse tiránicos, unos derechos sublevados contra los derechos de los otros, los míos y los tuyos contra los derechos de los de más allá.
Y una sociedad de derechos sublevados los unos contra los otros, fácilmente deviene sociedad insensible a la exigencia de unos mínimos deberes éticos y cívicos vertebradores precisamente de una ética elemental de mínimos (Adela Cortina y sus discípulos, algunos tan brillantes como Agustín Domingo Moratalla, etcétera). Y sin una ética elemental de mínimos nos encontraríamos con una sociedad entregada al relativismo.
Ya en el siglo XIII, el genial santo Tomás de Aquino enseñaba o proponía que todo proceso educativo, se entiende que dirigido por personas para otras personas, debe sustentarse sobre tres pilares: la nutritio (nutrición afectiva, amor, compresión hacia el educando), la instructio (la instrucción o enseñanza propiamente dicha), la autoritas (la autoridad firme pero amorosamente ejercida sobre el educando). De la mano de Tomás de Aquino –procurando no chocarnos con su enorme barriga; en fin, bromas aparte-, echamos un vistazo a nuestra realidad educativa actual y ¿qué nos encontramos en el aula? ¿Mucha nutritio, mucha autoritas, mucha instructio?
Nada sencilla la acción de ensayar una respuesta. Pero sin ánimo alguno de parecer pesimista, me parece, si echáramos un vistazo también, ya fuera del aula, a los ámbitos y redes convivenciales y familiares de nuestros alumnos, puede que nos encontrásemos a menudo con situaciones en que, precisamente por parte de las otras instancias que intervienen en el proceso educativo de los menores, es muy débil la pasión por la nutritio, la autoritas, la instructio.
Un vistazo, verbigracia, al fenómeno de la telebasura: reality shows, etcétera. Siento decirlo pero he de dar nombres, pelos y señales: Telecinco, por ejemplo, la principal factoría en España productora de telebasura. Teniendo muy presentes para todo proceso educativo que se precie las geniales recomendaciones de Tomás de Aquino (nutritio, autoritas, instructio) y, como acabo de adelantar, teniendo que dar nombres, analicemos la propuesta de un programa de la factoría Telecinco como ese que llaman El juego de tu vida.
El concursante que logra responder acertadamente, sin ningún fallo, cada una de las veintiuna preguntas de que se compone la totalidad del cuestionario, se embolsa 100.000 euros. Pero está meridianamente claro que el planteamiento de fondo de ese programa no es la defensa o exaltación de la sinceridad en el comportamiento y en las relaciones humanas, sino el morbo; y es más, la idea maquiavélica de que el fin justifica los medios. De que el fin justifica los medios porque para poder ganar esos golosos premios dinerarios los concursantes han de responder a preguntas que, la inmensa mayoría de ellas, son extremadamente morbosas. En nombre de una supuesta exaltación de la sinceridad responder, delante de familiares íntimos, a preguntas tales como “¿Es verdad que odias a tu madre y has deseado su muerte?” “¿Es cierto que has sido amante de tu cuñada durante diez años y diez días?” “¿Es verdad que eres infiel a tu actual pareja con su mejor amigo?” “¿Es verdad que amas más a tu perro que a tu suegra?” “¿Es verdad que estás con tu actual pareja sólo por el sexo y el dinero?” Y un sinfín de preguntas similares o aun más subiditas de tono.
Me parece sencillamente degradante el programa ese. Humillante. Lo más contrario que se pueda uno echar a la cara a un programa de educación en valores. Materialista y maquiavélico al máximo, puesto que en nombre de la posibilidad de ganar golosas sumas de dinero toda clase de preguntas, entre morbosas e íntimas, queda permitida y establecida además como la razón de ser de ese concurso. Que a mi juicio no humaniza, como casi nada de lo programado en esa cadena privada, sino todo lo contrario: deshumaniza, pervierte, degrada.
Pues bien: he dado clases a alumnos de ESO y de Bachillerato que se me han manifestado como espectadores, asiduos o acaso ocasionales, de ese subproducto televisivo. Y de El gran hermano o comoquiera que se haga llamar ahora. Y de Supervivientes. Y de Mujeres y hombres y viceversa, presentado este último por la misma presentadora de El juego de tu vida. Conformados en no poca medida por los "“valores” de la telebasura, considero que muchas y buenas dosis de nutritio, autoritas e instructio necesitan los chavales de nuestros centros educativos. Tópico pero cierto.
Puesto que entonces o de lo contrario, lo que deviene son alumnos y alumnas de la ESO y aun de Bachillerato con poca nutrición afectiva, desautorizados, escasamente instruidos: frente a libros, televisión; frente buenos programas de televisión, telebasura y otros programas claramente de calidad insignificante; frente al mejor uso posible dado a Internet, uso de la red de redes para el más descerebrado e insensato de los usos…
En fin, también resulta tópico hablar de lo anterior. Pero sigue siendo notablemente cierto.
LUIS ALBERTO HENRÍQUEZ LORENZO
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