En un lugar de Gran Canaria, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vive un alcalde de los de viajes aéreos, terno antiguo, montura flaca y galga corredora. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos dentro de su partido, lentejas los viernes, algún canosillo de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían chaqueta cruzada, camisa blanca, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino.
Tenía en su ayuntamiento una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de playa y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los setenta años, era de complexión gruesa, graso de carnes, ensaimada de rostro; poco madrugador y amigo de la música. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Momo o Jerónimo (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Saavedra; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad.
Es, pues, de saber, que este sobredicho alcalde, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de música con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de su obligación, y aun la administración de su gobierno; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas libertades de tierra , para comprar libros de musicaca en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Felipe Gonzalez: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito:
la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.
Con estas y semejantes razones perdía el pobre alcalde el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que Juanfra daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.
Y ahora en el sumo de su gloria, altanería constante, nos busca entre las calles a esos gigantes. Cuando desde el otro lado de ellas le dicen que no son gigantes, que son molinos muy grandes. Pero él, sigue y sigue en su lucha de prometer más dinero a las arcas, para luego gastárselo en donde a nadie le interesa, sembrando y sembrando toda esta canallesca.
Su querida Nardicinea, la más grande de su hacienda, sale y corre vociferando ¡¡Momo, Momo, que son molinos y los quiero en Las Canteras!!
Queda claro, que nunca esta de más, emular al Hidalgo Don Quijote, aunque la diferencia es que aquel no comía y estaba loco, pero éste come y come, para volvernos locos. Hoy son molinos, mañana Dios dirá, el caso es llegar a las próximas elecciones donde nos volverán a engañar.
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